20 de septiembre de 2025 a las 08:50
Rescatan a 6 niños de bodega infernal
El hedor a orina rancia y desesperanza se filtraba por la rendija bajo la puerta metálica, un preludio del horror que aguardaba en el interior. Seis pequeños, seis infancias robadas, confinados entre las paredes frías y húmedas de una unidad de almacenamiento en Milwaukee. Imaginen, por un instante, la angustia de un bebé de apenas dos meses, su mundo reducido a la penumbra y al eco de las toses de sus hermanos. Imaginen el peso que soportaban los hombros de un niño de nueve años, obligado a convertirse en protector, en proveedor, en la única figura de autoridad en un escenario de abandono absoluto. Este no es un relato de ficción, es la desgarradora realidad que destapa la negligencia de dos padres, Charles Dupriest y Azyia Zielinski, quienes han cambiado el calor de un hogar por la frialdad del metal, la seguridad por el miedo, el amor por la indiferencia.
La policía, alertada por el llanto desesperado que se escapaba de la unidad de StorSafe, se encontró con una escena que desafía cualquier comprensión. Un sofá seccional, un colchón desprovisto de sábanas, un balde rebosante de orina: la escenografía de una infancia rota. Mientras los bomberos cortaban el candado que aprisionaba a los niños, la pregunta resonaba en el aire: ¿cómo es posible que seis pequeños, con edades comprendidas entre los dos meses y los nueve años, hayan sido condenados a semejante existencia?
La respuesta, aunque incompleta, se encuentra en la figura de sus padres. Dupriest, un delincuente sexual registrado, y Zielinski, fueron hallados durmiendo plácidamente en su camioneta en el estacionamiento, ajenos al sufrimiento que se desarrollaba a pocos metros de distancia. En el vehículo, con tres filas de asientos vacías que podrían haber albergado a sus hijos, la policía encontró un arma cargada, un símbolo más de la irresponsabilidad que define sus vidas. ¿Acaso el confort de su camioneta, aunque precario, era preferible a la compañía de sus propios hijos? ¿Acaso la presencia de un arma les brindaba una falsa sensación de seguridad que negaban a sus pequeños?
Las declaraciones de los niños dibujan un cuadro aún más desolador. Semanas encerrados, dependiendo de la precaria atención de su hermano mayor, sometidos a castigos físicos, obligados a silenciar sus llantos, sus juegos, sus miedos. El alcohol y el humo de los cigarrillos de sus padres, impregnando el aire viciado de la unidad de almacenamiento, se convertían en la banda sonora de su infancia. “No hacer ruido”, la orden imperativa que resonaba en sus oídos, un reflejo de la vergüenza y la indiferencia de quienes debían protegerlos.
Zielinski, en su defensa, argumenta la expulsión de un refugio para mujeres y la precariedad económica. Cupones de alimentos, donaciones y beneficios del Seguro Social, una realidad que, sin duda, es difícil. Pero, ¿acaso justifica la condena de seis niños a una vida en cautiverio? La posibilidad de dejar a los niños con familiares, reconocida por la propia Zielinski, plantea una interrogante aún más dolorosa: ¿qué tipo de desesperación, qué tipo de egoísmo, lleva a una madre a preferir el confinamiento de sus hijos a la posibilidad de un hogar, aunque sea temporal, con otros familiares?
La fianza impuesta, $5,000 para Zielinski y $20,000 para Dupriest, parece una cifra irrisoria ante la magnitud del daño infligido a estos pequeños. Las cicatrices, como bien lo señaló la comisionada Andrea Bolender, no serán solo físicas, sino emocionales, profundas, imborrables. El sistema judicial tiene la responsabilidad de proteger a estos niños, de garantizar que nunca más sean sometidos a semejante crueldad. Pero, ¿cómo reparar un corazón roto? ¿Cómo devolver la inocencia robada? La respuesta, lamentablemente, se pierde en el eco de los llantos que aún resuenan en la fría unidad de almacenamiento.
Fuente: El Heraldo de México