20 de septiembre de 2025 a las 09:20
México 1985: Un temblor, una nación
Aquel 19 de septiembre de 1985, el sol se alzó sobre una Ciudad de México desprevenida, ajena a la profunda herida que le abriría la tierra en cuestión de minutos. Yo, con apenas 17 años, me convertí en testigo y protagonista de una tragedia que, paradójicamente, revelaría la fuerza inquebrantable del espíritu humano. El recuerdo, aún vívido, me transporta a la escena del Hospital Juárez, convertido en un amasijo de concreto y varillas retorcidas. El polvo se arremolinaba en el aire, denso, asfixiante, mezclándose con el olor a tierra mojada y… a desesperanza. Junto a mi padre, sin más herramientas que nuestras propias manos y la voluntad férrea de ayudar, nos adentramos en ese paisaje dantesco.
Las horas se difuminaron en una danza frenética entre escombros, gritos ahogados y un silencio sepulcral que nos helaba la sangre. Cada vida rescatada, cada mano extendida entre los escombros, se convertía en un triunfo efímero ante la magnitud de la devastación. Recuerdo el rostro exhausto de mi padre, iluminado por la linterna que sostenía con firmeza, y la mirada de gratitud de una joven atrapada que logramos liberar después de horas de angustiosa labor. También recuerdo los cuerpos sin vida, cubiertos con sábanas improvisadas, un recordatorio constante de la fragilidad de la existencia.
Pero entre la muerte y la destrucción, floreció algo extraordinario: la solidaridad. El mercado de La Merced, ese hervidero de vida y comercio, se transformó en un centro de acopio improvisado. La gente, sin esperar instrucciones, se organizó. Llegaban camiones cargados de víveres, herramientas, manos dispuestas a remover escombros, y abrazos que ofrecían consuelo en medio del caos. No importaba la clase social, la ideología o la procedencia, todos éramos uno, unidos por un lazo invisible pero poderoso: la necesidad de ayudarnos mutuamente. Aun con la respuesta gubernamental lenta e insuficiente en los primeros momentos, la sociedad civil tomó las riendas, demostrando una capacidad de organización y resiliencia que aún hoy me conmueve.
Esa experiencia marcó mi vida para siempre, influyó en mi decisión de dedicarme a la comunicación política y social, a la construcción de narrativas que reflejen la verdadera esencia de un país. Porque la historia de México no se escribe únicamente en los libros de texto o en los discursos oficiales, se escribe en la memoria colectiva, en los actos de valentía y solidaridad que nos definen como nación. El sismo del 85, más allá de la tragedia, fue una revelación: somos un pueblo capaz de levantarse de las cenizas, de transformar el dolor en esperanza, de encontrar la fuerza en la unidad.
A 40 años de aquel día, el simulacro nacional no debe ser un mero trámite, una obligación cívica que cumplimos sin convicción. Debemos ir más allá. Propongo que, además de practicar la evacuación, practiquemos la empatía, la organización comunitaria, la memoria activa. Que cada 19 de septiembre sea una oportunidad para reflexionar sobre lo que nos une, para fortalecer los lazos que nos hacen fuertes, para reconstruirnos como país desde la solidaridad, la dignidad y el compromiso con el otro. Porque cuando la tierra tiembla, lo que debe mantenerse firme, inquebrantable, es el corazón colectivo de México. Esa es la lección que aprendí entre los escombros, y es el mensaje que quiero compartir hoy con todos ustedes.
Fuente: El Heraldo de México