18 de septiembre de 2025 a las 09:25
¿Traje a la medida? La reforma electoral
La participación ciudadana, ese motor crucial para una democracia vibrante, se encuentra en un momento delicado en México. Pareciera estar en pausa, en suspenso, esperando un impulso que la reactive. Y en el centro de este debate, como un elefante en una cristalería, se encuentra la reforma electoral. Porque las reglas del juego democrático, la forma en que se accede al poder, definen la salud misma del sistema.
La democracia no es un sistema estático, una pieza de museo. Es un organismo vivo, en constante evolución, que debe adaptarse a los cambios sociales. México ha demostrado esa capacidad de adaptación en el pasado. En los setenta, con la introducción del financiamiento público a los partidos, se intentó blindar la política de la influencia del dinero privado. Los ochenta trajeron consigo la figura de los diputados plurinominales, buscando dar voz a las minorías y construir un Congreso más representativo. Y en los noventa, la creación del IFE, posteriormente transformado en el INE, arrebató al gobierno el control de las elecciones, un paso fundamental hacia la imparcialidad.
Estos logros no fueron regalos caídos del cielo. Fueron fruto de años de lucha ciudadana, de negociaciones complejas y de una sociedad movilizada. Es paradójico, y preocupante, que hoy, estos avances se encuentren en la cuerda floja.
La última gran reforma electoral data de 2014. Desde entonces, el panorama ha cambiado radicalmente. El padrón electoral ha crecido exponencialmente, superando los 100 millones de votantes. Las redes sociales se han convertido en un actor político de primer orden, a menudo con un impacto difícil de controlar. El dinero, ese lubricante oscuro de la política, fluye con mayor opacidad que nunca. Y la confianza ciudadana en los partidos e instituciones se ha erosionado de manera alarmante.
Ante este nuevo escenario, la necesidad de una nueva reforma electoral es ineludible. La pregunta clave no es si la necesitamos, sino qué tipo de reforma queremos. ¿Una reforma que fortalezca la democracia, preparándola para los desafíos del siglo XXI, o una que la domestique, subordinándola a los intereses del poder en turno? Esa es la disyuntiva entre una democracia viva y una democracia maniatada.
Desde la perspectiva de un estratega político-electoral, con conocimiento de causa de las entrañas del sistema, el peligro es evidente. La iniciativa del Ejecutivo, con una comisión conformada exclusivamente por miembros de su partido, excluye desde el principio a la oposición y a la ciudadanía. Los foros anunciados se perfilan como meras pantomimas de participación, mientras las decisiones cruciales se toman en la opacidad de los despachos.
La historia nos enseña que las reformas electorales gestadas en el seno del poder tienden a debilitar la democracia, no a fortalecerla. Lo que podría ser un avance, un paso hacia adelante, se convierte en un peligroso retroceso. Una reforma electoral no es un simple ajuste técnico, es la arquitectura misma de nuestra convivencia democrática.
¿Qué rechazamos? Rechazamos el continuo debilitamiento del INE o su sustitución por un organismo dócil al poder. El INE, a pesar de sus imperfecciones, sigue siendo una de las pocas instituciones que conserva la confianza ciudadana. Rechazamos la eliminación de los plurinominales, pues sin ellos el Congreso dejaría de reflejar la pluralidad y diversidad de México. Pero tampoco podemos ignorar sus excesos. Necesitamos mecanismos que limiten la permanencia indefinida de los diputados plurinominales y garanticen que estos espacios sirvan a la representación ciudadana, no a los intereses de las cúpulas partidistas. Rechazamos las mayorías artificiales, como las que vimos en 2024. Rechazamos los recortes indiscriminados al financiamiento público mientras el dinero opaco sigue infiltrándose en el sistema. Y, sobre todo, rechazamos una reforma diseñada para perpetuar al partido en el poder. Eso no es democracia, es control.
¿Qué proponemos? Proponemos una segunda vuelta presidencial que otorgue mayor legitimidad al ganador. Un sistema de fiscalización ágil y contundente que sancione de forma inmediata a quienes violen la ley. Un Tribunal Electoral imparcial, que imparta justicia sin sesgos políticos. Penas más severas para quienes cometen fraude electoral. Un sistema que abra las puertas a nuevas fuerzas políticas, en lugar de blindar a las tradicionales. Y, mirando hacia el futuro, una exploración seria y responsable del voto electrónico. Con las garantías de seguridad, transparencia y confianza ciudadana necesarias, el voto electrónico podría ser una herramienta para ampliar la participación y reducir costos. En resumen, reglas del juego justas e iguales para todos.
La diferencia entre estos dos caminos es abismal. Uno representa la oportunidad de modernizar y fortalecer nuestra democracia; el otro, el riesgo de sepultarla bajo mayorías prefabricadas y voces silenciadas. La iniciativa oficial, aunque no se diga abiertamente, parece estar hecha a la medida del poder. Y como dice el refrán, si camina como pato y grazna como pato…
Este debate no puede quedar confinado a los políticos y legisladores. Es un asunto que nos concierne a todos. La ciudadanía debe hacerse presente, exigir transparencia en el proceso, presionar a sus representantes, participar activamente en los foros y vigilar de cerca cada paso. No basta con opinar en redes sociales. La democracia no se defiende sola. Se construye día a día, con la participación activa y vigilante de los ciudadanos.
México se encuentra en una encrucijada. Ha logrado la alternancia en el poder, pero aún no ha consolidado un sistema electoral plenamente confiable y justo. La reforma electoral puede ser la oportunidad histórica para dar ese paso definitivo. O puede convertirse en la excusa perfecta para perpetuar el poder. El riesgo es real. La oportunidad también. La diferencia dependerá de si seguimos en pausa, o si decidimos participar. Y el momento de participar es ahora.
Fuente: El Heraldo de México