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17 de septiembre de 2025 a las 09:30

Descubre el arte alterno de Beatriz Canfield

Adentrarse en la instalación "El centro de las cosas" de Beatriz Canfield es como sumergirse en un silencio elocuente, un vacío preñado de significado. Es un diálogo sin palabras con 25 fragmentos de luz y quietud, rebanadas de un cilindro que delimitan la nada y, paradójicamente, la llenan de todo. Estos relieves, cual periscopios hacia lo invisible, nos recuerdan a los "catalejos" de Ramón Gómez de la Serna, instrumentos para observar lo imperceptible, para capturar la esencia de lo que nos rodea. No contienen objetos, sino la representación etérea de su existencia, atrapando la esencia misma del entorno.

La textura porosa de las rondanas, reminiscencia de la piedra volcánica, nos conecta con la tierra, con lo telúrico. Imaginamos su densidad, su inquietud sísmica, un susurro de la historia geológica del planeta. Flotando, desafiando la gravedad, parecen suspendidas en una danza cósmica, satélites de un Saturno imaginario con sus 146 lunas, o quizá de Júpiter y sus 92. Constituyen una constelación silenciosa, un lenguaje no verbal que nos habla de ciclos, de órbitas, de un tiempo no lineal, inscrito en las incisiones circulares que pulsan en su superficie.

La paradoja del título, "El centro de las cosas", reside en la revelación de los enigmas en la aparente ausencia de un centro. El vacío se transforma en potencia, en un espacio de resonancia donde lo invisible se manifiesta. Es un pasillo abovedado, jaspeado por estos cuerpos infinitos que evocan las cintas de Moebius, demostrando que la ausencia no es sinónimo de inexistencia, sino de posibilidad. Se revelan las conexiones sutiles, los vínculos invisibles que tejen la realidad, uniendo lo uno con lo múltiple, lo tangible con lo intangible, la materia con el espíritu. Es un recordatorio del valor de lo inmaterial, de aquello que no se puede tocar pero que se siente, que vibra en la atmósfera de la instalación.

La obra establece un equilibrio dinámico, en constante cambio según la mirada del espectador. Es un archipiélago en perpetuo movimiento, rotando y trasladándose en la percepción de quien lo observa. Esta capacidad de ser en fuga lo convierte en un sistema abierto, donde cada elemento dialoga con el otro y con el observador. Ver y ser visto, un escrutinio mutuo, una revisión diagnóstica para proteger los recuerdos, atesorar las emociones y, tal vez, fatigar las estrellas con la intensidad de la experiencia.

El círculo, símbolo de la eternidad; el vacío, crisol de infinitas posibilidades; el espacio, un tejido multidimensional. "El centro de las cosas" se aleja del dogma, no impone una verdad única, sino que expande la percepción en todas las direcciones. Nos recuerda que lo esencial a menudo es invisible, pero se percibe, se siente. En ese centro sin centro, donde todo flota en un equilibrio precario, lo invisible se revela y lo cotidiano se transmuta en sagrado. Cada cilindro es un nodo en una red de significados: unidad y multiplicidad, materia y vacío, pasado y presente coexistiendo en armonía.

La obra es mutable, compartida, vibrante. Una composición heteróclita, inteligente, sensual y mística. Una invitación a la contemplación, a la meditación, a la felicidad. Nos recuerda la libertad, entendida como la "conciencia de la necesidad", tal como la definió Spinoza. Una experiencia que resuena en lo más profundo del ser.

Fuente: El Heraldo de México