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16 de septiembre de 2025 a las 09:20

Domina las palabras que venden

La profunda grieta que divide el tejido social estadounidense no es un fenómeno repentino, sino el resultado de una lenta cocción a fuego lento de desigualdades, discriminación y un estancamiento económico que ha golpeado con especial fuerza a las clases medias. Este malestar, latente durante décadas, ha encontrado un catalizador en lo que algunos denominan “guerras culturales”, un campo de batalla donde se enfrentan visiones antagónicas sobre la identidad, la justicia social y el futuro del país. Para algunos, se trata de una lucha contra el “wokeismo” y sus excesos; para otros, es una resistencia ante un retroceso en derechos y libertades fundamentales. Lo cierto es que el diálogo constructivo, la búsqueda de puntos en común, se han vuelto una rareza, un espejismo en el desierto de la polarización.

Es simplista atribuir toda la responsabilidad a la figura de Donald Trump, aunque su irrupción en la escena política sin duda exacerbó las tensiones preexistentes. Trump no creó el resentimiento ni la frustración, pero sí les dio voz, las amplificó y las convirtió en un arma política. Supo conectar con ese sector de la población que se sentía olvidado, ignorado por las élites y desplazado por los cambios demográficos y sociales. Al verbalizar sin tapujos lo que antes se susurraba en los márgenes, normalizó la misoginia, el racismo y la xenofobia, legitimando sentimientos que habían permanecido ocultos bajo una capa de corrección política.

El impacto de esta estrategia ha sido devastador. Dependiendo del prisma con que se observe, se ha producido una regresión alarmante o una necesaria restauración del orden. En cualquier caso, el resultado es una sociedad fracturada, donde el desprecio ha mutado en odio y el odio amenaza con desbordarse en violencia. En un país con una cultura de la posesión de armas profundamente arraigada, con un sistema de salud mental deficiente y un discurso público cada vez más extremista, las consecuencias pueden ser catastróficas.

El reciente incidente con Charlie Kirk, figura controvertida del conservadurismo estadounidense, ilustra la peligrosa deriva del clima actual. Aunque sus posturas ideológicas puedan ser provocadoras e incluso repugnantes para muchos, nada justifica el recurso a la violencia para silenciarlo. Es crucial recordar que la violencia no es un fenómeno unilateral. Se alimenta del odio, de la exclusión y de la deshumanización del adversario. Cuando se demoniza al oponente, cuando se le niega su legitimidad y su dignidad, se allana el camino para la tragedia.

En momentos de división y polarización, es más importante que nunca recordar los valores que nos unen, buscar los puntos de encuentro y construir puentes en lugar de muros. La reconciliación es un proceso lento y complejo, pero comienza con un primer paso: reconocer la humanidad del otro, incluso –y especialmente– cuando discrepamos profundamente. La empatía, el respeto y la tolerancia son los antídotos contra el veneno del odio y la violencia. Es hora de apostar por el diálogo, por la comprensión y por la construcción de un futuro compartido, donde la diversidad sea una fuente de riqueza y no un motivo de enfrentamiento.

Fuente: El Heraldo de México