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15 de septiembre de 2025 a las 09:40
Protege a la Tierra
Ochenta años. Ocho décadas que separan el nacimiento de las Naciones Unidas del mundo que conocemos hoy. Un mundo que, si bien comparte la amenaza de la guerra y la desigualdad con aquel 1945, presenta desafíos radicalmente distintos. La hegemonía estadounidense, incuestionable tras la Segunda Guerra Mundial, se ve ahora desafiada por una China que no solo compite, sino que lidera en ámbitos económicos, tecnológicos y, cada vez más, militares. Esta competencia, lejos de ser estática, se profundiza, creando un escenario internacional convulso donde la incertidumbre es la única constante.
Desde la prolongada guerra en Ucrania hasta la catástrofe humanitaria en Gaza, pasando por la escalada de tensiones en Medio Oriente orquestada por un Netanyahu cada vez más beligerante, la paz se nos escapa entre los dedos. A estos conflictos armados se suman las crisis silenciosas, pero no menos letales: la crisis climática, que avanza inexorablemente, y los riesgos tecnológicos asociados a la inteligencia artificial, que plantean interrogantes éticas y existenciales. Y como telón de fondo, la persistente desigualdad económica y las violaciones a los derechos humanos, que nos recuerdan la fragilidad de nuestra civilización.
Ante este panorama desolador, la ONU, a menudo criticada y cuestionada, se erige como un faro de esperanza, aunque a veces tenue. Su razón de ser, plasmada en su Carta fundacional, sigue vigente: salvar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, reafirmar la fe en los derechos humanos y promover el progreso social. A pesar de sus divisiones internas y sus limitaciones, la ONU sigue siendo el único foro universal donde todas las naciones, grandes y pequeñas, pueden dialogar, debatir y, en el mejor de los casos, cooperar. Es, en definitiva, la mejor herramienta que tenemos para construir un futuro común.
Sin embargo, la ONU no puede operar en el vacío. Su capacidad de acción se ve limitada por las crecientes tensiones entre las grandes potencias –Estados Unidos, China y Rusia– y por unas estructuras institucionales anquilosadas, que no se adaptan a las necesidades del siglo XXI. La organización se enfrenta al reto de solucionar problemas complejos, desde guerras civiles hasta migraciones masivas, con recursos limitados y bajo la constante presión de los intereses geopolíticos. Esta tensión entre las expectativas y la realidad genera frustración y escepticismo, alimentando las críticas hacia su lentitud burocrática y su aparente incapacidad para prevenir o resolver crisis.
Es crucial recordar que la ONU no es un gobierno mundial. Su poder reside en la voluntad de los Estados miembros, especialmente de las grandes potencias, que condicionan sus decisiones, su financiamiento y sus operaciones. El principal obstáculo para su funcionamiento eficaz es la parálisis del Consejo de Seguridad, donde el derecho de veto de los cinco miembros permanentes –China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia– impide cualquier resolución que vaya en contra de sus intereses. Este mecanismo, concebido inicialmente para asegurar la participación de las grandes potencias, se ha convertido en un instrumento de bloqueo, impidiendo respuestas colectivas ante violaciones flagrantes del derecho internacional.
La reforma de la ONU es, por tanto, imperativa. El Secretario General, António Guterres, ha propuesto una agenda de reformas administrativas para mejorar la eficiencia del Secretariado y optimizar el uso de los recursos. Sin embargo, estas reformas son solo un primer paso. El verdadero desafío radica en reformar los órganos principales, especialmente el Consejo de Seguridad y la Asamblea General, para que reflejen la realidad de un mundo multipolar.
Es necesario ampliar el número de miembros no permanentes del Consejo de Seguridad, limitar el uso del veto en casos de atrocidades masivas y otorgar mayor peso a las decisiones de la Asamblea General en materia de paz y seguridad internacionales. Pero la reforma no puede limitarse a la ONU. Debe extenderse a las instituciones financieras internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, y a la Organización Mundial del Comercio (OMC), para garantizar un sistema multilateral más justo, transparente y eficaz.
En este contexto, la iniciativa “UN80 Reform Coalition”, impulsada por México y Noruega, cobra especial relevancia. Esta coalición busca generar consensos para una reforma profunda del sistema multilateral, y México, con su larga tradición de apoyo al derecho internacional, puede desempeñar un papel clave en este proceso. Son las potencias medias, con su capacidad de actuar con mayor cohesión y visión estratégica, las que pueden impulsar los cambios necesarios.
El 80 aniversario de la ONU debe ser un punto de inflexión. Las grandes potencias deben reconocer que su propia seguridad y prosperidad dependen de un orden internacional más cooperativo y basado en normas. La alternativa es el abismo. La conmemoración de este aniversario no debe ser un simple acto protocolario, sino una oportunidad para refundar la organización, dotándola de las herramientas necesarias para afrontar los desafíos del siglo XXI. No se trata de una opción, sino de una necesidad. El futuro de la humanidad depende de ello.
Fuente: El Heraldo de México