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4 de septiembre de 2025 a las 09:15

Misterios en Palacio

La narrativa histórica oficial, a menudo, simplifica la complejidad de las figuras presidenciales. Lázaro Cárdenas, presentado como un paladín de la Revolución, navegó por las turbulentas aguas de la política mexicana con una astuta combinación de idealismo y pragmatismo. Su supervivencia a las purgas y matanzas que marcaron la época posrevolucionaria habla de una habilidad política innata, una capacidad de adaptación crucial en un escenario donde la lealtad y la traición se entrelazaban en una danza macabra. La expropiación petrolera, un acto audaz que desafió los intereses internacionales en un mundo al borde de la guerra, no fue un mero arranque de nacionalismo, sino una jugada calculada de un líder que comprendía el tablero geopolítico global.

Su ruptura con Plutarco Elías Calles, el autoproclamado "Jefe Máximo" de la Revolución, demuestra la determinación de Cárdenas por liberarse de las ataduras del pasado y forjar su propio camino. La expulsión de Calles, más que una simple pugna de poder, simboliza el fin de una era y el inicio de una nueva etapa en la historia de México. El rechazo a la opulencia de Chapultepec, residencia de emperadores y dictadores, y la elección de Los Pinos, un modesto rancho transformado en sede del poder ejecutivo, se presenta como un gesto de austeridad, un intento de conectar con las raíces populares del país.

Sin embargo, Los Pinos, con el tiempo, se convirtió en un símbolo de la distancia entre el gobierno y el pueblo. Lo que comenzó como un refugio sencillo se transformó en un complejo impersonal, un laberinto de oficinas y salones que albergaba a la burocracia presidencial. Este espacio, testigo del paso de trece presidentes, se convirtió en el blanco de la crítica de Andrés Manuel López Obrador, quien lo asoció con la imagen de un gobierno alejado de las necesidades de la gente.

La construcción de la figura de López Obrador se basó, en parte, en la demonización de Los Pinos y del Estado Mayor Presidencial. El primero, presentado como un palacio de excesos, y el segundo, como una guardia pretoriana al servicio de una élite privilegiada. Esta retórica populista resonó en un sector de la población que anhelaba un cambio radical en la forma de gobernar. Las anécdotas sobre los desvelos de López Obrador en Palacio Nacional, sus meditaciones frente a la cama de Benito Juárez y sus reflexiones sobre los trágicos sucesos que vivió Madero, buscan construir la imagen de un líder conectado con la historia, un hombre preocupado por el legado de los grandes próceres de la nación.

Palacio Nacional, cargado de historia, desde las casas de Moctezuma hasta la residencia de Hernán Cortés, se convirtió en el nuevo escenario del poder. Irónicamente, López Obrador, a pesar de su discurso de austeridad, se instaló en un palacio, un símbolo del poder que tanto criticaba. Al dejar el cargo, su figura se proyecta como un fantasma que acecha a sus sucesores, un recordatorio constante de las promesas incumplidas y de los desafíos que aún enfrenta México. La pregunta que queda en el aire es si la transformación prometida se materializó o si solo se trató de una hábil estrategia política para alcanzar el poder.

Fuente: El Heraldo de México