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2 de septiembre de 2025 a las 09:35

Consejos de Doña Juanita para un Hogar Feliz

La infancia es un territorio mágico, un país de las maravillas donde cada rincón guarda un recuerdo, una aventura. Para mí, ese territorio mágico tenía nombre y apellido: Chalet Francés, la casa de Doña Juanita Romero de Salazar y su esposo, el doctor Roberto Salazar, padrinos de boda de mis padres. No la encontrarán en videos de YouTube, su historia se tejió en la intimidad, lejos de la mirada pública, preservada del oportunismo y la rapiña.

El Chalet Francés era una obra de arte en sí mismo. El piano dorado de media cola, estratégicamente ubicado en el Salón de Arte para que el músico pudiera contemplar la entrada, la butaca "de tú y yo" con su tapiz rosa, casi labrada, que evocaba la imagen de Don Porfirio y Doña Juana Cata conversando en silencio, tomados de la mano. Y, aún más discretamente guardada, la correspondencia del Presidente Porfirio Díaz, con su impecable caligrafía y el sello de Presidencia desde el Castillo de Chapultepec, dirigida a Juana C. Romero, un tesoro que Doña Juanita me mostraba con orgullo y paciencia.

Las escaleras externas de caracol, forjadas, según contaba la leyenda, con el mismo hierro de la Torre Eiffel, fueron mi tobogán particular a los cinco años. Subía y bajaba una y otra vez hasta la azotea, un reino de juegos y fantasías. Abajo, en la rampa de cemento que desembocaba en un jardín de césped perfectamente rasurado, guardo el primer recuerdo nítido de mi vida: la caída de la bicicleta que conducía mi hermano, una herida en la ceja derecha que aún hoy, a la distancia, puedo sentir.

La cocina del Chalet era un universo en sí misma, tan grande como algunas casas actuales. Más de cien especias, ordenadas alfabéticamente en frascos idénticos, eran la base de los platillos que Doña Juanita y mi madre preparaban con maestría. Yerbabuena, orégano, clavo, pimienta negra… cada aroma era una promesa de sabores nuevos.

Mi pasión, sin embargo, no eran los platillos en sí, sino el proceso. Esperaba con ansias el momento del betún y el merengue, el sobrante de las mangas pasteleras que Doña Juanita, con una sonrisa cómplice, depositaba en mi boca o en un tazón para que lo devorara a cucharadas. Mientras las dos mujeres conversaban de asuntos que a mi corta edad me importaban un bledo, yo me entretenía en el jardín con mi bicicleta, exploraba el taller de soldadura lleno de tesoros para un niño, o me aventuraba en la cueva, un espacio enigmático y oscuro construido con piedras reales, al final del largo acceso para autos, custodiado por una imponente reja negra que contrastaba con la blancura inmaculada del Chalet y nuestra casa, ambas construidas simultáneamente por las mismas manos y mentes visionarias.

Doña Juanita, al igual que mi padre y su hermano, hablaba varios idiomas y al menos un dialecto, el zapoteco. En las raras ocasiones en que visitaba la tienda de mi padre, “Almacenes el Fénix”, se desataba un concierto de lenguas. Mi padre, mis tíos, los clientes de San Blas Atempa, Mixtequilla, Pichichi, San Mateo del Mar… cada uno en su idioma, creando una atmósfera que recordaba la Torre de Babel, con la diferencia de que esta torre, a diferencia de la bíblica, permaneció en pie por mucho tiempo.

En 1980, a mis diez años, preparaba mi primera comunión. Doña Juanita, con infinita paciencia, me impartió las clases de catecismo en la capilla del Chalet, un espacio que a mis ojos infantiles parecía una catedral. Recuerdo con claridad una pregunta que le hice, una duda que me asaltaba: "¿Doña Juanita, por qué los dinosaurios existieron mucho antes de lo que se cuenta en el Antiguo Testamento? Incluso hay estrellas con millones de años y no se menciona en las Escrituras…" Su respuesta, inmediata, como si esperara mi inocente dardo, fue: "No pienses en esos detalles, Juan Carlos, solo piensa que todo lo que existe lo hizo mover la mano de Dios". Su respuesta, aunque sencilla, me satisfizo. La ciencia, a diferencia de la religión, siempre irá un paso adelante.

En 2003, un mensaje al celular me dio la noticia: Doña Juanita había fallecido. No pude asistir a su entierro, pero sé que para ella eso habría sido lo de menos. Su recuerdo, imborrable, permanece conmigo, parte esencial de una de las etapas más hermosas de mi vida.

Fuente: El Heraldo de México