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28 de julio de 2025 a las 09:45

El Mito del Tunco

La caída en desgracia de Adán Augusto López no se asemeja a una muerte repentina, sino a una lenta agonía pública, un desmoronamiento gradual de la credibilidad que él mismo construyó con esmero. El otrora escudero fiel del obradorismo, el delfín designado, se revela ahora como un pícaro sin causa ni ingenio, un farsante que juega a ser estadista mientras se mueve en las sombras de la manipulación y el encubrimiento. Su sonrisa cínica, curtida en los pasillos oscuros del poder, delata una trayectoria labrada no en el servicio público, sino en el tejido de complicidades.

No llegó a la cima por méritos propios, sino trepando, aferrándose a las influencias y tejiendo una red de lealtades compradas. Desde su Tabasco natal, la sombra de su pasado lo persigue. Su gestión como gobernador no se recuerda por sus logros, sino por la brutalidad de su policía, un grupo armado más cercano a las prácticas del crimen organizado que a la protección ciudadana. Los jefes policiales actuaban como capos menores, sembrando el terror, repartiendo sobornos y garantizando impunidad a cambio de favores. La corrupción no era un efecto secundario de su gobierno, sino la herramienta principal, el lubricante que engrasaba la maquinaria de su poder. Su dominio se basaba en pactos con estructuras criminales y en lealtades fabricadas con el dinero público.

Mientras Morena se desangra en luchas internas, candidaturas ficticias y lealtades volátiles, Adán Augusto persiste como un espectro de las promesas incumplidas del movimiento. No despierta pasiones ni gana elecciones, pero se aferra al poder como un parásito, ajeno a los cambios del escenario político. Su presencia, marcada por un tono campechano y una sonrisa artificial, genera una tensión palpable. Sabe que está en la mira, que existen expedientes ocultos que podrían desvelar sus maquinaciones. En la arena política, la memoria puede ser selectiva, pero la traición siempre deja huella.

El problema con Adán Augusto no se limita a su pasado, sino que se extiende a su presente. Continúa operando en las sombras, moviendo fichas, silenciando voces con chantajes y repartiendo abrazos calculados. Sus palabras, envueltas en eufemismos, resultan más amenazantes que cualquier declaración directa. Si bien sus aspiraciones presidenciales se han desvanecido, su ambición permanece intacta. Con la astucia del que ha navegado en aguas turbias, ha aprendido a eludir la verdad, a construir una narrativa que lo exime de sus responsabilidades. El que se creía guardián del nuevo régimen se revela como un vestigio de las viejas prácticas, una estampa descolorida de un pasado que México anhela dejar atrás.

Su despedida no será un acto de nobleza ni de sacrificio, sino un silencio incómodo, un nombre que sus antiguos compañeros evitarán pronunciar. La opinión pública lo recordará no por sus propuestas, sino por lo que ocultó, por las complicidades que tejieron su ascenso y por la sombra de corrupción que se cierne sobre su figura. Si tuviera la lucidez de Cervantes, podría despedirse con un "Adiós, gracias; adiós, donaires". Pero no la tiene. Los pícaros no se despiden, se esconden, esperan agazapados el momento oportuno para volver. Sin embargo, en ocasiones, como ahora, el telón cae y el público, indiferente, no les dedica ni un solo aplauso.

Fuente: El Heraldo de México