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10 de junio de 2025 a las 01:20
Justicia Ausente: La lucha de una madre en Veracruz.
Doce años. Doce años buscando, doce años esperando, doce años con un hueco en el alma que ningún auto de formal prisión parece poder llenar. La noticia del fin de semana, la detención de un presunto secuestrador de mi hijo, debería ser motivo de alivio, de júbilo, el inicio del cierre de un capítulo doloroso. Pero no. La alegría se ahoga en un mar de incertidumbre, de escepticismo labrado a fuego lento por años de dilaciones, de amparos, de una justicia que se escurre entre los dedos como arena. Seis amparos. Seis veces la esperanza se ha estrellado contra un muro de tecnicismos legales, seis veces el sistema ha protegido al presunto culpable más que a las víctimas. ¿Cómo puedo celebrar una victoria que se siente tan frágil, tan efímera?
Las pruebas son contundentes, dicen. Lo sé, lo sabemos. Las teníamos desde hace nueve años. Nueve años perdidos en un laberinto burocrático, mientras la vida de mi hijo, y la de tantas otras víctimas, se reducía a un expediente polvoriento en un juzgado. Nueve años escuchando excusas, viendo cómo la impunidad se pavoneaba con descaro. Recuerdo el caso de la red de secuestro que operaba en el ayuntamiento de Medellín. ¿Su sentencia? Firmar cada viernes. Una burla, una bofetada a nuestro dolor. Les dije al juez: “Soy yo la que está en la cárcel, la que cumple una condena perpetua de angustia e incertidumbre”.
Y mientras tanto, la sociedad, indiferente. Un nuevo caso borra al anterior, la tragedia se convierte en rutina, en un ruido de fondo que ya nadie escucha. Nos falta empatía, nos falta solidaridad, nos falta esa indignación colectiva que impulse un cambio real. Fundé el Colectivo Solecito con la esperanza de romper esa indiferencia, de crear una red de apoyo para madres que, como yo, buscan a sus hijos desaparecidos. Éramos ocho al principio, ahora somos más de trescientas. Trescientas historias de dolor, trescientas familias destrozadas. Y de todas, yo soy la única que ha vislumbrado una chispa de justicia, una luz tenue al final de un túnel interminable. Pero incluso esa luz me produce miedo, porque sé que el camino aún es largo y está plagado de obstáculos.
¿Qué les digo a mis compañeras, a esas madres que llevan 15, 17 años buscando, sin una sola respuesta, sin una sola señal de justicia? ¿Cómo les explico que la esperanza, ese ancla invisible que nos mantiene a flote, a veces se siente como una carga, como una promesa vacía? A nuestros legisladores, a quienes tienen el poder de cambiar las cosas, les pido que eliminen esa frase cruel e hipócrita de “justicia pronta y expedita” de nuestra Constitución. Es una burla, una herida que se abre cada vez que la leemos, cada vez que nos enfrentamos a la cruda realidad de un sistema que nos falla una y otra vez.
No pierdo la esperanza, no puedo. Es lo único que me queda, el motor que me impulsa a seguir buscando, a seguir luchando. Pero la esperanza sin acción es una ilusión vana. Necesitamos un cambio profundo, una transformación de nuestro sistema de justicia, una sociedad que se involucre, que no mire hacia otro lado. Necesitamos que la justicia deje de ser un privilegio y se convierta en un derecho para todos, para que ninguna madre tenga que vivir este calvario, para que ningún hijo desaparezca sin dejar rastro. Anhelo el día en que pueda, por fin, acariciar la justicia, sentir que la memoria de mi hijo, de Luis Guillermo, ha sido honrada, que su ausencia no ha sido en vano.
Fuente: El Heraldo de México