
9 de junio de 2025 a las 06:15
El Arca de México: La Isla que desafió la inundación.
La cabeza de león que observa silenciosa el cruce de Madero y Motolinía no es una simple decoración. Es una cicatriz, un testigo pétreo de la furia de la naturaleza que una vez, en 1629, sepultó a la Ciudad de México bajo las aguas. Imaginen la escena: el bullicio habitual de la entonces naciente capital novohispana, silenciado por el incesante golpeteo de la lluvia. Un diluvio bíblico que durante más de 36 horas inundó calles, plazas y hogares. El lago, antes fuente de vida y sustento, se convirtió en una amenaza implacable, tragándose todo a su paso.
La urbe, construida sobre las ruinas de la majestuosa Tenochtitlan, sucumbió ante la fuerza del agua. Casas, comercios, iglesias, todo quedó sumergido bajo una capa de agua turbia que alcanzaba hasta dos metros de altura. La visión debía ser dantesca: familias enteras buscando refugio en los techos, mientras las aguas arrastraban los restos de sus vidas. La ciudad, antaño vibrante, convertida en un espectro acuático.
Solo un pequeño islote, en torno a la plaza mayor, se mantuvo a flote, un refugio precario donde los perros, abandonados o en busca de un lugar seco, se apiñaban. De ahí el nombre que se le daría a ese pedazo de tierra: la isla de los perros. Un recordatorio irónico de la fragilidad humana frente a la naturaleza desatada.
La decisión de Cortés de construir la ciudad sobre el islote de Tenochtitlan, a pesar de las advertencias sobre el riesgo de inundaciones, se revela ahora como un error trágico. La ambición de levantar la nueva capital sobre las cenizas del imperio mexica, ignorando las lecciones del pasado, condenó a la ciudad a un destino acuático.
El proyecto del cosmógrafo Enrico Martínez, con su socavón en Nochistongo, no fue suficiente para contener la furia del agua. La obra, abandonada por sus altos costos, se convirtió en un símbolo de la impotencia humana frente a la naturaleza.
Las crónicas de la época hablan de miles de muertos, víctimas no solo del agua, sino también del hambre, las enfermedades y la desesperación. La ciudad, que había sobrevivido a la conquista, sucumbió ante la inclemencia del clima. Cinco largos años permaneció bajo el agua, un periodo de desolación y sufrimiento que marcó para siempre la historia de la capital.
La cabeza de león en la calle Madero, a dos metros del suelo, marca el nivel que alcanzaron las aguas en aquella inundación catastrófica. Es un recordatorio tangible, un monumento silencioso a la vulnerabilidad de la ciudad frente a las fuerzas de la naturaleza. Una advertencia para las generaciones futuras, una invitación a la reflexión sobre la importancia de respetar el entorno y aprender de las lecciones del pasado. Porque la historia, como el agua, tiene memoria.
Fuente: El Heraldo de México