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9 de junio de 2025 a las 09:30
Domina tus emociones: El poder del 9 de Copas
El otro día, tras un pequeño incidente ecuestre —digamos que un caballo y yo tuvimos una diferencia de opinión sobre quién debía ocupar el espacio sobre su lomo— me quedé con el cuerpo magullado y el ego aún más dolorido. Esa pequeña derrota, casi cómica, me rondó la cabeza durante días. Analicé cada segundo, cada movimiento, cada decisión. Me di una clase magistral de autocrítica, como si repasando la escena una y otra vez pudiera cambiar el resultado. Finalmente, tuve que aceptar lo evidente: mi voluntad no puede competir con la de un animal de 400 kilos, por mucho que haya aprendido en mis clases de equitación. No era la primera vez, ni sería la última, que un caballo ganaba la discusión.
Lo curioso es que hacía tiempo que una hora de ejercicio no ocupaba mis pensamientos durante una semana entera. Y ahí me di cuenta: gastamos mucha más energía rumiando nuestros fracasos que saboreando nuestros triunfos. Nos instalamos en el territorio del error, mientras que a las victorias apenas les dedicamos una visita rápida, sin siquiera tomar fotos.
Y me atrevo a decir, sobre todo en el caso de las mujeres, que rara vez nos permitimos habitar el orgullo. Nuestros logros, grandes o pequeños, tienden a encogerse bajo el peso de la modestia, la sospecha o la culpa. Nos educaron para resistir, para producir, para alcanzar metas… pero no para disfrutarlas. Como si reconocer el fruto de nuestro esfuerzo fuera una falta de elegancia. Como si celebrar pusiera en entredicho nuestra seriedad. Como si sonreír demasiado después de una victoria nos restara puntos de profesionalismo.
Nos pasa con frecuencia: conseguimos un objetivo, ganamos una batalla, rozamos el éxito –en la forma que sea– y enseguida aparece el reflejo condicionado: minimizar. Decimos que no fue para tanto. Que cualquiera lo habría logrado. Que tuvimos suerte. Que fue mérito del equipo. Que hay que pensar en lo que sigue. Como si celebrar un logro lo volviera menos legítimo. Como si un instante de orgullo sincero pusiera en riesgo toda la narrativa del sacrificio. Como si fuera indigno sentirse orgullosa.
El éxito, cuando no partes del mismo punto que los demás, tiene un peso diferente. Viene con más cicatrices que aplausos. Con cansancio acumulado. Con una dosis constante de autovigilancia. Con la sospecha de que todo podría desmoronarse si bajas la guardia. Viene con ese síndrome del impostor disfrazado de autocrítica racional. Con esa vocecita que susurra: no te confíes, todavía falta, no vayas a creértela demasiado. Como si creértela fuera un pecado mortal. Como si te estuvieran haciendo un favor.
Y sin embargo, aquí estás. Con las heridas de guerra camufladas bajo un traje impecable. Aquí estás, firmando contratos, liderando equipos, negociando en salas donde antes ni siquiera te dejaban entrar. Aquí estás, con las ojeras del insomnio productivo y las sonrisas medidas, sosteniendo tu lugar en un mundo que nunca te esperó. Y todo eso, por visible o invisible que sea para los demás, merece celebrarse.
¿Sabes qué? Te mereces un momento de satisfacción sin culpa. Te mereces sonreír con descaro y decirte: lo hice bien. Gané. Aunque sea en silencio. Aunque sea con una copa en la cocina mientras tus hijos hacen la tarea. Aunque sea frente al espejo y en voz baja. Pero imprescindible. Un mensaje claro: lo lograste.
No es arrogancia. No es vanidad. No es competencia. Es reconocimiento. Es gratitud. Es justicia emocional. Es darte permiso de sentir que algo –aunque sea por un instante– salió bien por ti y gracias a ti. Que no fue suerte. Que no fue casualidad. Que tu esfuerzo tiene nombre y tiene resultado.
Qué radical se vuelve, en estos tiempos, la posibilidad de disfrutar sin miedo a parecer poco ambiciosa, conformista o –lo más temido de todo– feliz. Qué revolucionario es sentarse un momento y decir, sin bajar la voz: esto es mío. Y me lo gané.
Deja de restarte importancia. Deja de correr. Levanta la copa por ti. Sin explicaciones. Solo porque –y esto es irrefutable– te lo mereces. Y si caes mal, y si te acusan de ególatra, es problema de alguien más.
Fuente: El Heraldo de México