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4 de junio de 2025 a las 09:35
Última hora: Frente Oriental
El débil susurro de la diplomacia se ha escuchado en Estambul, donde las conversaciones entre Rusia y Ucrania, aunque sin grandes avances, al menos han abierto un tenue canal de comunicación. El intercambio de prisioneros, la repatriación de niños y la entrega de los cuerpos de los caídos en combate, aunque no resuelven el conflicto de fondo, representan un rayo de luz en la densa niebla de la guerra, un gesto humanitario que permite vislumbrar la posibilidad de futuras negociaciones.
Sin embargo, las exigencias rusas permanecen inamovibles: la cesión formal de Crimea y de las cuatro regiones ucranianas anexionadas, el abandono de las aspiraciones de Ucrania de unirse a la OTAN y el cese de la cooperación militar con países extranjeros. Estas demandas, repetidas hasta la saciedad por el Kremlin, se estrellan contra la férrea resistencia ucraniana, que, incluso ante la disminución del apoyo estadounidense, ha demostrado una sorprendente capacidad de resistencia. A estas alturas, tras años de un conflicto sangriento y sin avances significativos, la capacidad de imposición de Rusia sobre Kyiv parece cada vez más difusa.
La hipotética participación de Donald Trump en una mesa de negociaciones, con el presidente Erdogan de Turquía como anfitrión y un encuentro cara a cara entre Putin y Zelenski, se antoja como un escenario complejo y condicionado a resultados rápidos, sello distintivo del expresidente estadounidense. Esta premura, sin embargo, no parece encajar con la realidad del conflicto, especialmente con la postura inflexible de Putin, quien desde el inicio ha buscado imponer su voluntad por la fuerza. La defensa soberana de Ucrania, por su parte, deja poco margen de maniobra ante las exigencias absolutas del Kremlin. Ante este panorama, las amenazas proferidas por Trump, en un intento de presionar a las partes para que se sienten a negociar, podrían ser contraproducentes y añadir más leña al fuego de un conflicto que se prolonga sin visos de solución.
La situación en el Este de Europa se complica aún más con la victoria del candidato presidencial de extrema derecha en Polonia, Karol Nawrocki, un resultado que pone palos en las ruedas al proyecto del primer ministro centrista Donald Tusk y acerca peligrosamente a Polonia a la delgada línea roja de la permanencia en la Unión Europea, un escenario similar al que vive Hungría. El auge de la derecha ultraconservadora, impulsado por un discurso antiinmigración, simplifica una realidad mucho más compleja, donde la economía, la transformación tecnológica y el futuro mismo trascienden las promesas políticas cortoplacistas.
Los votantes, cada vez más desencantados, otorgan menos tiempo a los políticos para implementar sus programas de gobierno, convencidos de la corrupción que permea los partidos políticos. Este círculo vicioso se perpetúa con promesas incumplibles, alimentando la desconfianza y la desafección ciudadana. Los nuevos gobiernos, obligados a tomar decisiones difíciles heredadas de sus predecesores, se enfrentan a la ira de un electorado que les pasará factura en las siguientes elecciones, permitiendo que los responsables del problema vuelvan al poder una y otra vez.
A este cóctel explosivo se suma la normalización de la mentira en el discurso político, una práctica extendida entre los líderes mundiales que, amparados por la apatía ciudadana, allana el camino para el surgimiento de dictaduras disfrazadas de democracias iliberales, donde el poder político se concentra en manos de unos pocos y el económico en las de sus allegados.
Esta preocupante realidad, que se replica en un número creciente de países, augura una era de profundas divisiones, tanto a nivel interno como entre naciones. Las noticias que llegan del Este de Europa no son alentadoras, y la historia, plagada de ejemplos similares, nos advierte del peligro que se cierne sobre nosotros.
Fuente: El Heraldo de México