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3 de junio de 2025 a las 22:55
El Viaducto: ¿Por qué se inunda?
La Ciudad de México, una metrópolis vibrante y en constante movimiento, esconde bajo su asfalto un secreto susurrante: una red fluvial de 45 ríos que, como venas ocultas, recorren su subsuelo. Imaginen por un instante la imagen de una ciudad prehispánica, surcada por cristalinas corrientes de agua, donde el reflejo del sol bailaba sobre la superficie de lagos y manantiales. Ese paisaje, que hoy parece un sueño lejano, fue una realidad hace menos de un siglo. La vorágine del progreso y la expansión urbana transformaron radicalmente la fisonomía de la capital, sepultando bajo el concreto la memoria de estos ríos.
Hoy, el rumor del agua persiste, aunque invisible a nuestros ojos. Entubados, casi olvidados, estos afluentes continúan su curso silencioso, entrelazándose con la red de drenaje en un complejo sistema subterráneo. Uno de ellos, el Río de la Piedad, guarda en su nombre el eco de un pasado prehispánico, un vestigio del pueblo originario de La Piedad Ahuehuetlán que se asentaba a sus orillas, cerca del cruce de las actuales avenidas Cuauhtémoc y Viaducto Río de la Piedad.
A principios del siglo XX, la urbanización galopante de la Ciudad de México demandaba soluciones innovadoras para el creciente tráfico. El arquitecto Carlos Contreras, con una visión futurista, propuso una idea audaz: construir una vialidad sobre los cauces de los ríos de La Piedad, Consulado y La Verónica, lo que hoy conocemos como parte del Circuito Interior. Nació así el concepto de viaducto: una arteria vial suspendida sobre un conducto subterráneo para aguas residuales, una simbiosis entre la modernidad y la necesidad de gestionar el flujo hídrico de la ciudad.
Sin embargo, la materialización de esta visión tardaría décadas. No fue sino hasta los años 50 que el Viaducto Río de la Piedad se convirtió en una realidad palpable, una imponente estructura de concreto que se extiende a lo largo de la ciudad, dividiéndose en tres tramos con nombres distintivos: Viaducto Miguel Alemán, Viaducto Río Piedad y Viaducto Río Becerra.
Bajo el asfalto, el cajón de concreto que conforma el corazón del viaducto transporta las aguas de los ríos Tacubaya y de La Piedad, que descienden desde el poniente de la ciudad. No solo conducen el agua limpia proveniente de las montañas, sino también las aguas residuales de las zonas urbanas y, crucialmente, el agua de lluvia.
Y aquí radica una de las paradojas de esta obra de ingeniería: mientras el viaducto facilita la movilidad en la superficie, bajo su estructura se libra una batalla constante contra la fuerza de la naturaleza. Cuando las lluvias torrenciales azotan la ciudad, el caudal de los ríos subterráneos aumenta drásticamente, poniendo a prueba la capacidad del cajón de concreto. En ocasiones, la presión es tal que el agua se desborda, inundando la vialidad y recordándonos la persistencia de la naturaleza, la fragilidad del equilibrio urbano y la presencia invisible de esos 45 ríos que siguen fluyendo bajo nuestros pies. Es un recordatorio tangible de la historia hídrica de la ciudad, una historia que, aunque oculta, sigue latiendo en las entrañas de la metrópolis.
Fuente: El Heraldo de México