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2 de junio de 2025 a las 12:50

Fátima conquista el hielo

La historia de Fátima es un himno a la perseverancia, un canto a la fuerza interior que reside en cada uno de nosotros, esperando ser despertada. Imaginen a una niña de apenas cuatro años, una edad en la que la mayoría de los pequeños se tambalean en sus bicicletas con rueditas de apoyo. Fátima, sin embargo, ya se deslizaba con una gracia incipiente sobre el hielo, un presagio del futuro que la esperaba. Desde ese primer contacto con la fría superficie, supimos, todos los que la rodeábamos, que su alma había encontrado su hogar. Cinco meses después, la pequeña que apenas había aprendido a atar sus propios cordones, ya competía, con una determinación que desbordaba su corta edad.

A partir de entonces, la vida de Fátima, y por extensión la de su familia, se convirtió en una vertiginosa montaña rusa de emociones. Sus padres, pilares incansables de su sueño, han invertido tiempo, recursos y un amor incondicional para apoyar el talento innato de su hija. Cada sacrificio, cada madrugón para llevarla a entrenar, cada palabra de aliento ante la frustración, ha sido una pieza fundamental en la construcción de la campeona que es hoy.

Para Fátima, la pista de hielo ha trascendido el simple espacio de entrenamiento. Se ha convertido en su santuario, su espejo, el lienzo donde plasma su ser sin necesidad de palabras. Durante catorce años, ha bailado sobre el hielo, tejiendo una historia de saltos, piruetas y coreografías, pero también de lesiones, madrugadas gélidas y la inevitable frustración que acompaña a cualquier disciplina que exige la entrega absoluta. Su cuerpo, sometido a la rigurosa demanda del deporte de alto rendimiento, la ha traicionado en ocasiones, obligándola a pausas —una de ellas de más de un año— lejos del hielo, de su pasión. Pero incluso en la distancia, la llama de su sueño seguía viva, esperando pacientemente el momento de volver a encenderse. Porque Fátima, como todos aquellos que están destinados a dejar huella, no elige un camino, lo crea.

Imaginen el desafío, el dolor físico inimaginable, los diagnósticos desalentadores, la impotencia de un cuerpo que se niega a obedecer las órdenes de una mente decidida. Fátima se enfrentó a todo ello, armada con una fuerza de voluntad que inspira y una misión de vida que la impulsa a seguir adelante. Y cuando en 2024, la Unión Internacional de Patinaje finalmente reconoció la modalidad de Danza sobre Hielo individual a nivel internacional, Fátima no solo estaba preparada, sino que ya entrenaba como si esa oportunidad hubiera existido siempre, diseñada especialmente para ella. Las pioneras, como Fátima, no piden permiso, abren brecha. Hoy, con 18 años, es la primera mexicana en competir en esta modalidad en escenarios nacionales e internacionales, un testimonio viviente de que la perseverancia y la fuerza interior pueden derribar barreras y abrir espacios donde antes no existían. Donde nadie se había atrevido a pisar, ella ya dibujaba su primer molinete sobre el hielo.

El camino no ha sido fácil. Imaginen años de entrenamiento para condensar todo ese esfuerzo en apenas cuatro minutos, cuatro minutos donde se juega el reconocimiento, la validación de un trabajo invisible para la mayoría. Fátima eligió un deporte implacable, un reflejo de su propia tenacidad. El patinaje, más allá de las medallas y los reconocimientos, le ha forjado el carácter. Le ha enseñado a perder con elegancia, a ganar con humildad, a levantarse con la dignidad de quien sabe que la verdadera victoria reside en la capacidad de superarse a sí misma. Lecciones que muchos no aprendemos en toda una vida.

Fátima no está en camino a ser alguien, ni sigue las huellas de nadie. Ella ya es. Ya ha dejado una marca indeleble, una huella que la define y la distingue. Y lo mejor, estoy segura, está aún por venir. Su historia apenas comienza a escribirse sobre el hielo, y el mundo entero será testigo de su danza.

Fuente: El Heraldo de México