
25 de abril de 2025 a las 18:35
El Papa explotó: el secreto del funeral
El olor, acre e inconfundible, se extendió por la Basílica de San Pedro como una mortaja invisible. Los susurros, primero tímidos, luego crecientes en un murmullo de horror contenido, recorrían las filas de fieles congregados para despedir al Papa Pío XII. El aire, denso y cargado de incienso, no lograba disimular la putrefacción que emanaba del cuerpo del Sumo Pontífice. La imagen, grabada a fuego en la memoria de quienes la presenciaron, se convertiría en uno de los episodios más oscuros y grotescos de la historia vaticana. El "método revolucionario" de embalsamamiento, pregonado por el Dr. Riccardo Galeazzi-Lisi, se había revelado como un fracaso catastrófico.
La historia, como tantas otras en los anales del Vaticano, se teje con una mezcla de ambición, ingenuidad y un toque macabro. Pío XII, confiando en las promesas de su médico personal, un oftalmólogo sin experiencia en tan delicado arte, había optado por un procedimiento experimental que prometía conservar su cuerpo intacto, sin el uso de químicos agresivos. Un cóctel de hierbas, aceites esenciales y capas de celofán, se suponía, detendrían el inexorable avance de la descomposición. El resultado, sin embargo, fue diametralmente opuesto.
En lugar de preservación, el cuerpo del Papa, encerrado en su envoltorio de celofán, se convirtió en un caldo de cultivo para bacterias. La putrefacción, acelerada por el calor y la humedad, hinchó el cadáver hasta deformarlo, tiñendo la piel de un tono verdoso y liberando un hedor insoportable. El traslado desde Castel Gandolfo a Roma se convirtió en una procesión dantesca. El fétido olor provocó desmayos entre la Guardia Suiza, mientras el cuerpo, sometido a la presión de los gases acumulados, amenazaba con estallar.
La situación llegó a un punto crítico en las cercanías de la Basílica de San Juan de Letrán. El cuerpo cedió, liberando una explosión de fluidos y gases que horrorizó a los presentes. El escándalo era inevitable. La imagen del Papa, grotescamente desfigurado, se grababa a fuego en la retina de todos.
Ante la inminente exposición pública del cuerpo, se convocó a un equipo de embalsamadores expertos. La tarea, sin embargo, se presentaba titánica. El daño era irreversible. La única solución, desesperada e imperfecta, fue recurrir a una máscara de cera que ocultara el rostro descompuesto. El ataúd, elevado sobre una plataforma, se mantuvo a distancia de los fieles, una barrera física que no lograba contener el hedor ni el horror de la situación.
La figura de Galeazzi-Lisi, el médico que había prometido la gloria y entregado la ignominia, se convirtió en sinónimo de ambición desmedida y charlatanería. Acusado de vender fotografías e información del Papa moribundo a la prensa, fue expulsado del Vaticano y del Colegio de Médicos, su nombre manchado para siempre por la sombra de aquel funeral grotesco.
El episodio del Papa Pío XII se convirtió en una macabra lección sobre los límites de la ciencia y la vanidad humana, un recordatorio de que ni siquiera la figura del Sumo Pontífice está exenta de las leyes inexorables de la naturaleza. La historia, susurrada en los pasillos del Vaticano, se convirtió en una leyenda oscura, un testimonio silencioso del día en que la muerte, en su forma más cruda y brutal, se impuso sobre la pompa y la solemnidad de la Iglesia Católica.
Fuente: El Heraldo de México