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21 de abril de 2025 a las 12:25

El Futuro de la Iglesia

En los muros del Vaticano, la historia se escribe con cada suspiro de tradición. La partida de Francisco, como la de todos los pontífices que le precedieron, activa un mecanismo centenario, una danza ritual de poder y espiritualidad que culmina en la elección de un nuevo sucesor de Pedro. El cardenal Kevin Farrell, camarlengo de la Santa Iglesia Romana, asume ahora el timón de esta nave en aguas de transición, una figura clave en el interregno, el espacio entre dos pontificados.

Su papel, aunque temporal, es crucial. No es un Papa sustituto, sino el guardián de la continuidad, el administrador de los bienes temporales y espirituales de la Santa Sede mientras la barca de Pedro navega sin timonel. Imaginen la complejidad de esta tarea: la Curia Romana, el complejo entramado administrativo de la Iglesia, queda en suspenso, sus altos cargos cesantes, a la espera del nuevo pontífice que imprimirá su sello personal a la gobernanza vaticana. Solo el camarlengo, como un faro en la tempestad, permanece en su puesto, garantizando el funcionamiento esencial de la maquinaria eclesiástica.

El término "camarlengo", con su resonancia medieval, evoca una función anclada en la historia. Proveniente del italiano "camera", nos remite a la administración de los bienes, a la gestión pragmática del patrimonio papal. Pero su significado trasciende lo material. El camarlengo, en estos días de incertidumbre, se convierte en símbolo de estabilidad, en el puente que conecta un pontificado con el siguiente.

Su labor, minuciosamente detallada en la constitución apostólica "Universi Dominici Gregis", promulgada por Juan Pablo II, se despliega en una serie de actos cargados de simbolismo. Desde la constatación oficial del fallecimiento, hasta la organización de las exequias, pasando por la convocatoria del cónclave, cada paso está regido por una tradición secular, una coreografía sagrada que se repite con cada cambio de pontífice.

El camarlengo toma posesión simbólica de los palacios papales, no como un nuevo soberano, sino como custodio de un legado. Convoca a los cardenales, los príncipes de la Iglesia, para que, reunidos en Congregación, deliberen sobre los detalles del funeral y el proceso de elección del nuevo Papa. Cada decisión, cada gesto, está imbuido de un profundo significado, de una conciencia histórica que se remonta a los albores del cristianismo.

Las exequias, previstas en la Basílica de San Pedro, salvo disposición testamentaria contraria – y recordemos el deseo expresado por Francisco de descansar en Santa María la Mayor –, serán un momento de recogimiento mundial, un último adiós al pastor que guió a la Iglesia en tiempos turbulentos. Nueve días de luto, de oraciones y homenajes, que culminarán con el inicio del cónclave, el momento crucial en el que el Espíritu Santo, según la tradición católica, inspirará a los cardenales para elegir al nuevo sucesor de Pedro.

El cónclave, recluido tras las impenetrables puertas de la Capilla Sixtina, será un misterio para el mundo exterior. Allí, en un ambiente de oración y reflexión, los cardenales, provenientes de todos los rincones del planeta, deliberarán en secreto hasta que del humo blanco emerja el nombre del nuevo Papa. Un nombre que marcará el rumbo de la Iglesia en los años venideros.

Mientras tanto, el cardenal Farrell, con la humildad y la responsabilidad que le caracterizan, seguirá velando por la buena marcha de los asuntos vaticanos. Un guardián silencioso en la transición, un eslabón esencial en la cadena ininterrumpida de la sucesión apostólica. Un testimonio vivo de la continuidad de la Iglesia, en medio del cambio y la renovación.

Fuente: El Heraldo de México