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21 de abril de 2025 a las 09:35

Domina la Semana Santa y sus gastos

La idea del sacrificio como motor de progreso, como moneda de cambio para un futuro mejor, es un espejismo, una zanahoria colgada frente a nuestras narices para mantenernos corriendo en una rueda sin fin. Nos han enseñado desde la cuna a venerar el sacrificio, a verlo como la prueba definitiva de nuestro valor, la llave dorada que abre las puertas del éxito y la felicidad. Pero, ¿cuántas veces hemos sacrificado nuestro tiempo, nuestra salud, nuestras pasiones, en aras de un ideal abstracto, de una promesa vacía? ¿Cuántos han llegado a la meta exhaustos, solo para descubrir que el premio no era lo que esperaban?

El sacrificio, en su forma más perversa, se disfraza de virtud, de abnegación, de compromiso. Se nos presenta como la única vía para alcanzar la grandeza, para demostrar nuestro amor, para contribuir a un bien mayor. Pero, ¿a qué precio? ¿A costa de nuestra propia realización, de nuestra propia felicidad? El sistema se nutre de nuestro sacrificio, lo exige, lo glorifica, mientras que quienes lo predican rara vez lo practican. Observamos a los líderes políticos exigir austeridad mientras se enriquecen, a las grandes corporaciones demandar mayor productividad mientras recortan salarios, a las instituciones religiosas predicar la humildad mientras acumulan riquezas.

La trampa del sacrificio reside en su capacidad para silenciar la disidencia. Quien se atreve a cuestionar la necesidad del sacrificio, quien se niega a inmolarse en el altar del deber, es rápidamente etiquetado como egoísta, irresponsable, incluso traidor. Se nos inculca la idea de que el sufrimiento es necesario, inevitable, incluso deseable. Nos convencen de que debemos sacrificarnos por la familia, por la patria, por la empresa, por un dios intangible. Y en ese acto de inmolación, perdemos nuestra individualidad, nuestra voz, nuestra capacidad de decidir nuestro propio destino.

Pero, ¿qué pasaría si nos atreviéramos a romper las cadenas del sacrificio? ¿Qué pasaría si, en lugar de sacrificarnos por un futuro incierto, nos enfocáramos en vivir plenamente el presente? ¿Qué pasaría si, en lugar de buscar la validación externa a través del sufrimiento, nos dedicáramos a cultivar nuestra propia felicidad, a perseguir nuestros propios sueños, a construir una vida auténtica y significativa?

El verdadero acto de rebeldía, la verdadera revolución, consiste en rechazar la lógica del sacrificio. Consiste en priorizar nuestro bienestar, en defender nuestros derechos, en construir una sociedad basada en la cooperación, la solidaridad y el respeto mutuo. No se trata de egoísmo, sino de amor propio, de reconocer nuestro valor intrínseco, de negarnos a ser meros instrumentos al servicio de un sistema que nos explota y nos deshumaniza. Se trata de recuperar nuestra agencia, nuestra autonomía, nuestra capacidad de decidir cómo queremos vivir nuestras vidas. El camino no es fácil, pero la recompensa es invaluable: la libertad de ser nosotros mismos, sin sacrificar nuestra esencia en el altar de las expectativas ajenas. Es hora de dejar de sacrificarnos y empezar a vivir.

Fuente: El Heraldo de México