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18 de abril de 2025 a las 09:30

Libertad de Expresión: ¿Dónde está el límite?

La generación que crecimos bajo la sombra de la Guerra Fría, que vimos el florecimiento de los movimientos sociales y la caída de muros, entendemos la libertad como un bien irrenunciable. No una dádiva, sino una conquista. Recuerdo las historias de mi padre, un radiodifusor venezolano, cuya voz fue silenciada por un régimen que temía la verdad. La censura, esa mano invisible que pretendía moldear el pensamiento, era el pan de cada día en la Latinoamérica de dictaduras militares y en una España franquista. Desde México hasta Paraguay, el control informativo era la norma, un intento desesperado por ahogar la disidencia y perpetuar el poder. La Secretaría de Gobernación mexicana, con su "supervisión" de medios, es un ejemplo claro de cómo se intentaba manipular la realidad. Pero la historia nos ha enseñado que la censura es una batalla perdida. La necesidad de expresarse, de contar historias, siempre encuentra una grieta, un resquicio por donde filtrarse.

Hoy, la discusión sobre la prohibición de los narcocorridos me transporta a esas épocas oscuras. Me veo reflejada en esa juventud que busca su identidad, que cuestiona el status quo y que encuentra en la música una forma de rebeldía. No se trata de aprobar la violencia, sino de entender su origen, sus causas y sus consecuencias. Prohibir un género musical no hará desaparecer la realidad que lo inspira. Al contrario, la empuja a la clandestinidad, la romantiza y la convierte en un símbolo de resistencia. ¿Acaso no es lo prohibido lo más atractivo, especialmente para una juventud ávida de experiencias y de transgredir las normas? Confieso que desconozco la obra de Luis R. Conriquez y otros exponentes del género. No he visto series de narcos ni me he sumergido en sus letras. Pero defiendo con vehemencia su derecho a existir. La censura es un camino peligroso, una pendiente resbaladiza que nos puede llevar a la supresión de cualquier forma de expresión que incomode al poder.

La violencia no se contagia por escuchar un corrido, ver una película o leer una novela. Sus raíces son mucho más profundas y complejas. Atribuirle a la cultura la responsabilidad de la violencia es simplificar un problema que requiere un análisis mucho más profundo. Si nos guiáramos por ese criterio, tendríamos que prohibir a Shakespeare, a Dostoievski, a Nabokov… Grandes autores que exploraron la oscuridad del alma humana y que, a través de sus obras, nos invitan a reflexionar sobre la condición humana. Imaginen un mundo sin "Crimen y Castigo", sin "Lolita", sin "Hamlet"… Un mundo empobrecido, aséptico, incapaz de confrontar sus propios demonios.

Prohibir es el recurso de los regímenes autoritarios, de los fascismos, de los populismos. Es la quema de libros de Hitler, la censura estalinista, la manipulación mediática de Trump o las ideas radicales de Milei. Es el miedo a las ideas, a la diversidad, al pensamiento crítico. El arte, en todas sus manifestaciones, es un reflejo de la sociedad. Cantar sobre la violencia no es promoverla, es mostrarla, es ponerla sobre la mesa para que podamos analizarla, entenderla y, ojalá, erradicarla. La solución no está en la censura, sino en la educación, en la creación de oportunidades, en la construcción de una sociedad más justa e igualitaria. Prohibamos la incapacidad para combatir la violencia, no las canciones que hablan de ella. Solo así podremos aspirar a un futuro donde la música, el arte y la cultura sean herramientas de transformación y no objeto de censura.

Fuente: El Heraldo de México