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17 de abril de 2025 a las 22:45

¡Vida extraterrestre confirmada!

Un susurro cósmico ha llegado hasta nosotros, una promesa tenue pero emocionante desde las profundidades del espacio. A 124 años luz, en la constelación de Leo, el planeta K2-18b, un mundo dos veces y media mayor que la Tierra, orbita una estrella enana roja, ajeno a la expectación que ha despertado entre nosotros. El Telescopio Espacial James Webb, nuestro ojo en el cosmos, ha detectado en su atmósfera la presencia de moléculas intrigantes: sulfuro de dimetilo (DMS) y disulfuro de dimetilo (DMDS). En nuestro planeta, estas moléculas son biomarcadores, señales inequívocas de vida, producidas por organismos microscópicos que pueblan nuestros océanos. ¿Podría ser que en ese mundo lejano, bajo un cielo teñido de rojo por la luz de su estrella, exista también vida?

La posibilidad es tan fascinante como cautelosa. El profesor Nikku Madhusudhan, al frente del equipo de la Universidad de Cambridge que lidera la investigación, no oculta su entusiasmo: "La cantidad estimada de estos gases es miles de veces superior a la que encontramos en la Tierra. Si esta asociación con vida es real, este planeta podría estar rebosante de ella". Sin embargo, la ciencia exige rigor, y la certeza actual, aunque alta (99.7%), aún no alcanza el estándar necesario para proclamar un descubrimiento definitivo. El camino hacia la confirmación es un proceso meticuloso, un ascenso paso a paso en la escala de la certeza científica.

Hace apenas 18 meses, un análisis preliminar, con un nivel de confianza del 68%, fue recibido con escepticismo. Ahora, con nuevos datos y la potencia del James Webb, la perspectiva ha cambiado. La ausencia de amoníaco en la atmósfera de K2-18b sugiere la existencia de un vasto océano, un caldo de cultivo potencial para la vida. Imaginemos ese océano extraterrestre, ¿qué formas de vida podrían albergar sus aguas? ¿Serían similares a las de nuestro planeta o radicalmente diferentes, adaptadas a un entorno alienígena?

No obstante, la prudencia científica nos obliga a considerar otras posibilidades. El profesor Oliver Shorttle, por ejemplo, plantea la hipótesis de un océano de roca fundida, un escenario incompatible con la vida tal como la conocemos. Otra teoría, basada en investigaciones de la NASA, sugiere que K2-18b podría ser un mini gigante gaseoso, carente de una superficie sólida.

La incertidumbre, inherente al proceso científico, alimenta el debate y estimula la investigación. El equipo de Cambridge, con la mirada puesta en K2-18b, planea nuevas observaciones con el James Webb. Buscan alcanzar el ansiado nivel de confianza del 99.99999% (cinco sigma), la prueba irrefutable que despejaría todas las dudas. Mientras tanto, experimentos en laboratorios terrestres recrearán las condiciones de K2-18b para determinar si el DMS y el DMDS podrían generarse por procesos no biológicos. La búsqueda de la verdad científica es una aventura apasionante, un viaje a lo desconocido que nos desafía a cuestionar nuestras propias concepciones sobre el universo y nuestro lugar en él.

La detección de posibles biomarcadores en K2-18b es un hito en la búsqueda de vida extraterrestre. Si se confirma, estaríamos ante una evidencia trascendental: la vida no sería un fenómeno único de la Tierra, sino una posibilidad extendida por el cosmos. La inmensidad del universo, con sus miles de millones de galaxias, cada una con miles de millones de estrellas, nos invita a soñar con la existencia de otros mundos habitados. ¿Estamos solos? La respuesta, quizá, esté más cerca de lo que imaginamos.

Fuente: El Heraldo de México