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15 de abril de 2025 a las 09:20

¿Democracia o patrimonio?

La sombra del patrimonialismo se cierne sobre la política contemporánea, un espectro que se aleja de los modelos tradicionales de gobierno para instaurar un sistema basado en la lealtad personal y el beneficio propio. Más que una forma de gobierno, se configura como un estilo, una manera de ejercer el poder que desdibuja las líneas entre lo público y lo privado, transformando el Estado en una extensión del patrimonio del líder. Como bien señala Jonathan Rauch, experto en gobernanza, este fenómeno no se limita a las estructuras estatales, sino que encuentra eco en diversas organizaciones, desde tribus hasta grupos criminales.

El patrimonialismo se caracteriza por la personalización del poder. Las reglas y las instituciones, pilares de un sistema democrático, se ven relegadas a un segundo plano, sustituidas por la voluntad del líder y la red de lealtades que teje a su alrededor. El acceso al poder y los recursos del Estado se convierte en un juego de favores y conexiones, donde la meritocracia se ve eclipsada por la fidelidad ciega. Amigos y aliados son recompensados, mientras que los enemigos, reales o percibidos, son castigados sin miramientos.

Este estilo de gobierno, como analiza Rauch, se sustenta en la figura del líder como fuente única de autoridad y sabiduría. El Estado deja de ser una entidad independiente para convertirse en una extensión de la "casa" del gobernante, una propiedad personal que administra a su antojo. La legitimidad, que en un sistema democrático emana de las instituciones y las leyes, en el patrimonialismo se deriva directamente del líder, quien se erige como padre simbólico del pueblo, protector y personificación del Estado.

Las consecuencias de este modelo son nefastas. La ineficiencia y la corrupción se convierten en la norma. La gestión del Estado, al estar supeditada a los intereses personales del líder y su círculo cercano, pierde transparencia y eficacia. Los recursos públicos se desvían, las decisiones se toman en base a criterios arbitrarios y la rendición de cuentas se vuelve una quimera. El bien común se sacrifica en el altar del beneficio individual.

El contraste con el sistema burocrático legal, donde la legitimidad reside en las instituciones y el cumplimiento de las normas, es evidente. En este último, los funcionarios prestan juramento a la Constitución, no a una persona, garantizando así la imparcialidad y el respeto al Estado de derecho. El patrimonialismo, en cambio, socava los cimientos mismos de la democracia, concentrando el poder en una sola figura y debilitando las instituciones que deberían servir de contrapeso.

La reflexión de Rauch nos invita a analizar con ojo crítico los sistemas de gobierno contemporáneos y a estar alerta ante las señales del patrimonialismo. La concentración del poder, la personalización de la política, la erosión de las instituciones y la falta de transparencia son síntomas que no podemos ignorar. La defensa de la democracia exige una vigilancia constante y una firme oposición a cualquier intento de convertir el Estado en un patrimonio personal.

Fuente: El Heraldo de México