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14 de abril de 2025 a las 09:30

Fútbol y Peinados: ¡Revolución en el Campo!

La tarde caía sobre el campo de fútbol del Mundialito Miraflores, pintando el cielo con tonos dorados y rojizos. El sol, aunque ya menos intenso, seguía calentando la piel, recordando la energía vibrante que había inundado el lugar durante toda la jornada. Yo, sentada en la tribuna, aún sentía el eco de los gritos, las risas y la emoción que había presenciado. No era un partido cualquiera; era la final, y las protagonistas eran niñas. Niñas pequeñas, con trenzas que volaban al ritmo de sus carreras, rodillas raspadas como testimonio de su entrega y moños gigantes que desafiaban la gravedad con cada salto. Había ido como la tía-porrista oficial, armada con protector solar y gorra, dispuesta a animar a mi sobrina y su equipo. Pero la experiencia fue mucho más allá del simple apoyo familiar. Me encontré inmersa en un torbellino de emociones que me dejaron con una profunda sensación de esperanza y una renovada fe en el futuro.

Recuerdo, con una mezcla de tristeza y vergüenza, cómo era para nosotras, las niñas de mi generación, acercarnos a una cancha de fútbol. Era un territorio ajeno, un espacio vedado donde no nos sentíamos bienvenidas. La pelota, en lugar de ser un objeto de juego, nos inspiraba miedo, un miedo inculcado, aprendido, que nos decía que ese espacio de fuerza, de competencia, no era para nosotras. Pero ver a estas niñas, dueñas absolutas del campo, corriendo con una alegría feroz, me llenó de una emoción indescriptible. No solo jugaban con destreza y pasión, sino que también se apoyaban, se celebraban y se consolaban mutuamente. La empatía y la sororidad flotaban en el aire, tan palpables como el olor a hierba recién cortada.

Cada gol de Vale, la líder natural del equipo, era una explosión de júbilo compartido, incluso por el equipo contrario. Cada atajada de Consuelo, la portera, generaba una ola de satisfacción que se expandía por toda la cancha. No se trataba solo de ganar, sino de disfrutar del juego, de la compañía, del esfuerzo conjunto. Eran niñas volando, literalmente, sobre el césped, impulsadas por una energía que parecía inagotable. Y en el campo de al lado, otro grupo de niñas, un poco mayores, entrenaban con la guía del hermano de una y el novio de otra. Hombres jóvenes, apoyándolas, celebrando sus logros, cómplices de su pasión. Una imagen que, años atrás, hubiera sido difícil de imaginar, y que ahora se presentaba con total naturalidad.

Cada gol que presencié ese día no fue solo un punto en el marcador, sino un acto de conquista, una afirmación rotunda de que el juego, y por extensión, el mundo, también les pertenece a ellas. Me hizo pensar que, tal vez, la lucha por la equidad esté más cerca de lo que creemos. Que las semillas que hemos sembrado con las leyes, la educación y la cultura, están empezando a germinar, dando lugar a una nueva generación de niñas con menos miedos, menos límites impuestos y más espacios para ser, para probar, para equivocarse y, sobre todo, para liderar.

Por supuesto, queda mucho por hacer. Las desigualdades y las violencias persisten. Pero ver a esas niñas correr hacia la pelota con esa felicidad sin límites, con la certeza de que el juego les pertenece, me llena de optimismo. Cada trenza al viento, cada raspón en la rodilla, cada grito de gol, es una pequeña victoria. Y cada victoria, por pequeña que parezca, nos acerca un poco más al mundo que soñamos. Un mundo donde las niñas puedan volar tan alto como sus sueños les permitan.

Fuente: El Heraldo de México