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7 de abril de 2025 a las 14:06

Supera tus límites

La escena en Zapopan, Jalisco, nos confronta con una realidad compleja y dolorosa. Diez mil jóvenes, vibrando al ritmo de corridos que glorifican a un líder del crimen organizado, mientras que, a la sombra de esa euforia, el eco de las desapariciones y los homicidios perpetrados por ese mismo grupo criminal aún resuena en el estado. Esta yuxtaposición nos obliga a preguntarnos: ¿dónde trazamos la línea entre la libertad de expresión y la responsabilidad social? ¿Es la música un mero reflejo de la realidad, o puede ser un catalizador, un imán que atrae a jóvenes vulnerables hacia un mundo de violencia?

No podemos ignorar la influencia de la cultura popular, especialmente en la juventud. Las narrativas que consumimos, ya sean en canciones, películas o series, moldean nuestra percepción del mundo, nuestros valores e incluso nuestras aspiraciones. Si la violencia se romantiza, si se presenta como un camino hacia el poder y el reconocimiento, ¿no es lógico pensar que algunos jóvenes, especialmente aquellos que se sienten marginados o sin oportunidades, puedan verse seducidos por ese espejismo? El corrido, en este caso, no es solo una canción, sino una narrativa que construye una identidad, una narrativa que puede resultar peligrosamente atractiva para quienes buscan un sentido de pertenencia y un escape de la realidad.

Argumentar que la prohibición de estos corridos atenta contra la libertad de expresión es un argumento válido, pero incompleto. Toda libertad conlleva una responsabilidad. La libertad de expresión no es un derecho absoluto, sino que encuentra sus límites en el respeto a los derechos de los demás. ¿Acaso no es responsabilidad del Estado proteger a sus ciudadanos, especialmente a los más jóvenes, de las influencias que puedan poner en riesgo su integridad física y moral? ¿No es acaso la protección de la niñez y la juventud un valor tan fundamental como la libertad de expresión?

Imaginemos un escenario donde la libertad de expresión no tuviera límites. Podríamos incitar al odio, a la violencia, a la discriminación, sin consecuencias. La libertad, sin límites, se convierte en libertinaje, y el libertinaje, inevitablemente, conduce al caos. Por eso, existen leyes que regulan la libertad de expresión, leyes que protegen a la sociedad de la difamación, la calumnia y la incitación a la violencia.

El debate sobre los narcocorridos no es nuevo, pero la tragedia de Jalisco nos obliga a revisarlo con una mirada crítica y renovada. No se trata de censurar la cultura popular, sino de promover un diálogo responsable sobre su influencia en la sociedad. Se trata de preguntarnos, como propone Kant, qué pasaría si siempre priorizáramos la libertad de expresión por encima de la protección de la juventud, y viceversa. La respuesta, probablemente, no sea una solución única y absoluta, sino un equilibrio delicado, una búsqueda constante de un punto medio que nos permita proteger la libertad de expresión al tiempo que salvaguardamos el bienestar de las futuras generaciones.

La situación exige un análisis profundo que vaya más allá de la polarización. Necesitamos entender las causas que llevan a los jóvenes a identificarse con estas narrativas, necesitamos ofrecerles alternativas, oportunidades, un futuro diferente al que les pintan los corridos. La prohibición, por sí sola, no es la solución. Es solo una parte de un rompecabezas mucho más complejo que requiere la participación de la sociedad en su conjunto, desde las familias hasta las instituciones educativas, pasando por los medios de comunicación y el gobierno. Solo a través de un esfuerzo conjunto podremos construir un entorno donde la cultura popular sea un factor de desarrollo y no de destrucción, un espacio donde la música celebre la vida y no la muerte.

Fuente: El Heraldo de México